sábado, 8 de febrero de 2014

Errata Mental IV

"Me pregunto si a veces no desea verse libre de ese dolor monótono, de ese masculleo que vuelve no bien deja de cantar; me pregunto si no desea sufrir un buen golpe, hundirse en la desesperación. Pero de todos modos, sería imposible: está atada"
Sartre - La Nausea


   A ciento veinte minutos menos de aquel momento en el cual embragabas con pericia, presionando con tu pequeño y delicado sesamoideo el pedal, justo cuando la sombra de nuestro huso horario era más espesa que la de nuestro héroe (sic); él cavilaba, tal vez, una triunfal aparición como nunca antes la hizo, una impresionante manifestación que te hiciera desbordar de gozo y emoción, un disparo de perdigones de suerte apuntando a la diminuta, confusa y casi adivinada diana de tu núcleo palpitante.
Su fervor en los detalles siempre fue el punto fuerte que opacó mi bronce, ya de por sí borroso, de buenas intenciones que nunca logró rebosar en plenitud porque nunca supo, porque nunca tuvo, porque nunca había abrazado como lo hizo en esta ocasión, la inefable inmensidad de tu diminuta silueta.
El plan había sido elucubrado, fijado e impermeabilizado por ambos desde hacía mucho tiempo, quizás desde siempre. Durante todo este sinuoso paseo hacia el futuro del pasado pausado, fui el que supo y decidió menos, fui el que únicamente se remitía a ver con esperanza trémula y de soslayo las constantes señales que -a veces inequívocas, a veces inciertas- brindabas sin perdón futuro en cada uno de los escenarios que creamos de improvisto a lo largo de este corto paseo.
La apacible luz de luna resplandecía y llenaba el espacio intocable que se abría ante el coche platino, mientras que nuestro artesano de metales de segundo grado proseguía su inquisidora tarea virtual a la distancia; él debía aún experimentar una última espera implacable de lúgubre silencio seco, la cual no fue lo suficiente hiriente como en realidad debió serlo, ya que no existía aún aprensión pétrea rojiza dentro de su ser, o al menos él la negaba. El teatro del último trimestre era una constante lucha que él perdía por carecer de presencia sólida y que, curiosamente, a la vez ganaba sin esforzarse mucho porque... porque quizás Brahma así lo quiso cuando creó en un sueño a todo este circo de marionetas de músculos y voluntades; por otro lado yo perdía sin saberlo ni desearlo, perdía entregando ofrendas votivas a los pies de la imagen de cera y barniz acrílico, entregando dádivas insignificantes con casi nulo valor en sí, cuyo importe fue en todo sentido ínfimo e incomparable al motivo y deseo imbíbito en cada evento material que emanaba de mis más íntimos deseos de que permanecieras a mi lado. Oh, ominoso y perenne afán de desear aquel etéreo Yanna terrenal contigo.


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   Sentado en el cómodo y acolchado asiento forrado con suave poliéster, pensaba -en un instante- en el próximo acontecimiento que paulatinamente se descubriría a sí mismo, al pensar lo acompañaba la ya conocida ansiedad de que se revelara todo, pero no en un segundo, sino de forma gradual, como fresca brisa que anuncia un monzón.
Creo que salimos por el sendero que cruza pestilencias de antaño y que corta entre proveedores de alcaloides inhibidores o tal vez por el otro que atraviesa tres cadáveres de oscuro aceite de roca; no lo recuerdo bien, no importa mucho, en todo caso el trecho no fue extenso, la memoria solo perpetuó tu presencia contigua a la mía, la cual lo era todo y ahora es menos que nada. Las voces que intercambiábamos flotaban en el justo espacio que cubría el acero de tu carruaje, flotaban transportando triviales cumplidos que se desvanecían al haber penetrado el oído y el entendimiento distraídos. El amplio manto sin luz que cobijaba este cuarto estadio perteneciente al despido de sueños claudicados fue el más frío, el más endeble, el más desapercibido. -la razón de la comba trazada entre tu mentón y tu perceptor de aromas era tan indescifrable como la razón que te había llevado hasta ese preciso momento-.

Una mínima llovizna humedecía la capa rígida que eleva, unos centímetros por encima del nivel de la corteza terrestre, a esta civilizada comunidad de primates racionales; fue un limpio aparcamiento en posición de salida, con casi una víctima femenina imprudente de por medio; yo salí primero, luego tú: tu pie izquierdo pisó el suelo, tu atractiva cadera giró noventa grados hacia la izquierda y luego tu pie derecho le hizo compañía al otro en el sólido piso; emergiste con gracia, en la mano izquierda las llaves y el pequeño dispositivo que a distancia mandó una invisible señal que provocó ese particular sonido de ganso electrónico graznando, le tenías poco o nada de aprecio a este sonido, nunca supe ni indagué por qué lo mantenías. Nos dirigimos, entre escasas almas parlantes, hacia la entrada de este sitio donde los abarrotes se apilan con oscura y meticulosa intención; entre comestibles y desechables la gente atiborra estos lugares día con día, buscando con la vista; palpando y oliendo; comparando y lamentando; apresurados o serenos, encontrando objetos de necesidades inmediatas o de simple trivialidad -lo segundo era nuestro caso-. Te indiqué el lugar donde exhiben los zumos de frutas artificiales envasados en PET o en aluminio, no recuerdo cuál fue la elección, en todo caso cuatro de pera fueron los escogidos, era la única razón de nuestra visita al mencionado lugar; ya en la fila destinada a perfeccionar la compraventa, te detuviste a apreciar los diversos polímeros masticables, de entre los cuales elegiste el saborizado con xilitol y uno más con un fluído en su núcleo, este último fue una tajante remembranza de los días de recreo entre las mediocres clases seculares de fin de primaria y de decenio, cuando el motivo de mi asistencia eras tú -no el conocimiento banal útil o inútil, ni siquiera el deseo circunstancial de congraciarse con los cuidadores de nuestra inocencia- sino tú, la misma que después de cinco lustros, está justo aquí, de pie a mi lado, la misma efigie de lo sublime y que ahora es solo el espectro de lo ajeno. Pero hubo un artículo más que atrapó el interés de ambos -ya que en todo este teatro previo al desenlace inminente que habíamos consentido sin exteriorizarlo, estaba claramente establecido cuál sería el siguiente sitio y acontecimiento no acaecido pero ya acariciado-, este artículo fue un paquete de quince bengalas cuya combustión no expele luz sino extraña calma védica, el cual trajo otros estímulos de memoria que nada tienen que ver con el presente acto, pero que curiosamente se colaron a través del tamiz de la relevancia coyuntural, el cual no siempre es consecuente con lo existencialmente importante en el momento, es decir: ; de entre las tres opciones escogí el proveniente del árbol santaláceo y tú asentiste con una sonrisa que emanaba recuerdos de aroma mucho más reconfortante que el de las bengalas que ahora sostenía en mi mano. Estela, la cajera, escaneó con sereno profesionalismo pueril las cantidades codificadas, asignadas en blancas etiquetas con líneas negras de distinto grosor milimétrico, que con experiencia encontraba en aleatorios lugares de los artículos con un ligero movimiento. El total fue $5.35, el dominio se trasladó en unos segundos, utilizando el retrato impreso de Alexander Hamilton -otra de las tantas actividades trilladas de esta sociedad mercantilista- el ticket proporcionado marcó la fecha y la hora: 4/12/13, 07:44:04 p.m., lo tomé sin inspeccionar absolutamente nada más aparte de la cifra que acababa de cancelar o quizás ni siquiera eso, lo introduje en uno de mis bolsillos y tomé la bolsa de polietileno que contenía los productos que acabábamos de adquirir. La salida al exterior tuvo ese efecto reconfortante de viernes por la noche, donde la luna era cubierta por los edificios, por los árboles, por los letreros de diez metros o cualquier otro objeto inerte que bloquea la vista y su perspectiva inclinada. no había brisa, solo la eterna humedad de este país tropical y la relativa calma que el oscuro inicio de la noche presiona en tu consciente; tu cándido andar invitaba a tomarte la mano, pero era un paseo demasiado corto, y ya iba a haber tiempo para expresiones más cálidas dentro de unos minutos; mientras tanto adivinaba tu cuerpo al otro lado del automóvil: escuchaba cómo introducías la llave y halabas con firmeza y calma la puerta del piloto, te colocabas en tu asiento forrado de suave material sintético y alargabas el brazo para accionar la palanca que liberaba el seguro que sujetaba la puerta del copiloto. Yo tomaba mi puesto y dejaba que el silencio se rompiera con la ignición del motor, me acerqué a tu presencia y demostré mi devoción por ti de la forma más conocida. 

Todo se desarrollaba con detallada precisión, como no había sido planeado, como nunca pensaste que ibas a perder el control, como siempre lo condenó y temió nuestro orfebre, el cual, a la distancia, estaba a punto de emerger y romper el trance que fue tejido con representaciones oníricas, atenciones intercambiables en cifras, sonidos gesticulados con íntimos deseos, recuerdos y caricias retenidas por largo y tedioso tiempo que se perdió en el estanque de la desidia y la derrota. Pero más cerca de ti, en ese momento, estaba yo, el motivo de confusión y calma, un objeto multivalente que era necesario deponer antes que el futuro que habías tejido con anterioridad no soportara más remiendos de sencilla y barata madeja, y yo sonreía sin saberlo. El coche se movió y ahora pasábamos a la escena final de este día: "por el túnel es más expedito" -señalé- y tú volviste a embragar y cambiabas a tercera, quinientos metros nos dividían del pórtico mágico y ambos irradiábamos impaciencia.


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Era difícil o casi imposible, para nuestro hidalgo de felices cuentos, pensar en otro sentido que no fuera el que claramente veía. Era tan difícil aceptar que todo este tiempo atrás fue solo una triste y pobre escenificación de alguna realidad alterna. Ahora que trata de ver a través del caleidoscopio de la retrospección, no encuentra forma de armar este rompecabezas de tres piezas, a veces son seis, otras doce y otras veinticuatro, como las horas del día. Oh, la realidad es un bufón profesional que gusta burlarse de nuestros más solemnes sueños. De repente ha perdido señal y enlace con nuestra bella constelación de recuerdos y alegrías. Por alguna razón ella ha dejado de contestar sus indagaciones digitadas en transparente cristal de colores y símbolos transmitidos en el tiempo y el espacio, a través de fibra óptica e imaginación. 
-Puede que esté dormida. Piensa él-.
-Puede que esté comiendo. Reestructura la idea-.
-Puede que simplemente no esté de humor. Concluye, ignorando la clara escena por la cual atraviesa-.
Opta entonces por recordar lo bueno que fue, en otra dimensión, en otro mundo o en otro tiempo tal vez, donde lo único que importaba era la burbuja de seguridad y simpatía exclusiva que repelía cuanta alimaña atraía la alacena; el botín siempre fue exorbitante, él lo sabía. 
Nada que hacer por el momento; decidió descansar, mientras esperaba la llamada de Morfeo o cualquier otro hijo de Hipnos.
Lo único que deseaba era pasar estas últimas horas sin el persistente deseo de adivinar que ocurría al otro lado del velo casi rasgado de su ignorancia.
-Solo unas horas más, solo unas horas más. Se repetía constantemente-. 
Eran las 5:44:44 p.m. en su reloj y todo mantenía la apariencia común: roto y gastado; la gente yendo y viniendo debía causarle alguna sensación de alivio a su percepción de vacío y soledad, pero nada de lo que veía era ella, el vasto espacio que lo tragaba no era el objetivo de su vida, nadie era el motivo de su muerte sino ella. Todo y todos a su alrededor eran solo típicas representaciones de la tierra, lo que todos y nadie ve a través de los globos oculares; son todos maniquís antropomorfos con historias propias y sin importancia; son todas sombras de árboles que no producen oxígeno que él pueda respirar; ninguno ni nada era ella, ella estaba con aquél intruso -aunque nuestro orfebre lo soslayara- esa era la tangible sustantividad, y él sonrió con ironía mientras ignoraba una bella silueta femenina que pasaba ante él. 
-¡Vete de aquí indigna idea que traspasa idilios nacidos de infinita sinfonía!. Exclamaba en sus adentros-. -¡Vete de aquí, oh, bestia jadeante que transpira sulfuro!. Esta vez su expresión fue casi audible y se llevó sus palmas a su rostro, casi sollozando lamentos que ella no escuchó-.