"...y si el tiempo, que borra hasta los más caros afectos, no pudiera borrar los intereses materiales, no habría tranquilidad posible."
Arturo Alessandri Rodríguez
—¿Es eso cierto? —preguntó con recelo ella,
entornando los ojos.
—Cada una de sus palabras y hasta el alma de
ellas —respondió él—, haciendo un solemne cierre de parpados e inclinando
levemente la cara hacia delante.
Ella cavilaba sobre este ofrecimiento de cielo
opaco que le presentaban, no podía dejar de recordar cómo le habían esquilmado
su confianza, cómo las qualias de decepción le clavaban sus incisivos en la fe que
extravió en “esto”.
<<Si acaso se pudieran obviar las
primeras fases y ella llegara al Alétheia de una forma más expedita>>
Pensó él, impacientábale un poco no poder rodear el nimbo maligno de confusión,
que aquel anónimo conocido había soplado en la seguridad de ella, justo en el
momento que él se disponía a ejecutar su fin último, la sincronía de todo esto no
pudo haber sido más absurda y la desilusión se asomó por fin con sonrisa de escarnio.
—¿y si acaso me trasladara al desierto de
guijarros de viento, sin nadie más que aquella
que presenta sacrificios? —preguntóle ella—, evitando las pupilas de él.
Él se visualizaba hoy, en una lenta toma de 360
grados, en el centro del proscenio, en medio de una tragedia de la cual no leyó
el guion, su garganta árida olvidó por un instante lo que de memoria sabía, y
cuando recurrió a su memoria, eran solo entresijos, la verdad que hacía unos
segundos le quemaba el habla, ahora estaba extinta, petrificada, oculta. Sentíase un
alevín, y un cristal ardiente asomaba por debajo de una de sus dos perlas.
—Entiendo, y a la vez aborrezco la razón en
este instante, porque la vesania no me acompaña, porque soy taciturno y la verdad
me comprime; porque el dechado que estaba erigiendo en mi mente, con columnas
jónicas, se está resquebrajando, y mis manos son frágiles y tu presencia un
fluido que se me escurre entre las falanges, aún antes de que te hubiesen sostenido.
El rocío de la revelación humedeció los blancos
pómulos de ella, la neuralgia en su corazón la enmudeció, la brisa de la noche
lluviosa traspasó la pared y le acarició con melancolía su espalda.
—Yo… yo no quisiera, yo no… —era imposible para
ella superar la aporía que se le presentaba, pues sabía que lo quería y a la
vez no lo quería, deseaba colocar un dogal en el cuello de la peor de las decisiones, pero
no sabía cuál era la peor o la mejor.
Él adivinaba sus elucubraciones y deseó tener
la capacidad sobrenatural de hacer desaparecer a ese anónimo conocido; no había
salida de emergencia y la salida por la puerta principal era demasiado dolorosa;
todo esto más que irritarle le causaba pesar y su única defensa consistió en
recurrir a su costumbre inveterada: interpolar verdades presentes con verdades oníricas,
evitando el acíbar de argumentos ad hominem, para así tal vez sublimar las pétreas
dudas de ella en liviano gas. Decidió acercarse a ella dos pasos e inició su último
discurso, ella lo veía impertérrita y lo escuchaba próvida más no del todo
segura, su situación era de por sí injusta y el azar no había hecho sino que un
despropósito en la existencia de ambos; él se acercó un paso más, y sólo lo
separaba de ella una débil capa de aire, de cinco centímetros de grosor; ella pensó
en alejarse un poco pero sus extremidades dormían, él se inclinó un poco más y
le musitó al oído izquierdo lo que ella pensaba que sabía de antemano, lo que
ella creía que ya había escuchado tantas veces, no sólo de él sino de todos aquellos
que imitaron sellar con inmunda voz lo que es inefable, lo que nadie ha sostenido,
lo que ella aún ansia: consortium omnis
vitae, pero en esta ocasión, ella creyó creerlo.