domingo, 17 de noviembre de 2013

Ambrosía

Joe.

Era el meridiano del descanso judaico, En el momento que se tallaban los últimos detalles en el ópalo de este extraordinario ciclo de revelaciones y encuentros providenciales.
El aroma de tu exquisita y remota presencia proveía de agradable calidez al frío ambiente que impregnaba hasta la última de las partículas que conforman esta vasija repleta de colágeno y necedad; las huellas impregnadas de miel y azúcar provenientes de tu celestial índice quedaban impresas, una y otra vez en una arista del testarudo ornamento, mientras que, al mismo tiempo, las invisibles ondas emitidas desde dos puntos equidistantes del mismo anhelo, transportaban instantáneamente tus sílabas, que formaban palabras de memoria, frases de ensueño, ideas paradisíacas, emociones del núcleo de la tierra, que en conjunto confeccionaban una sonata tersa, en la cual tú -lujosa seda melodiosa- atravesaste con quietud y delicadeza el conducto auditivo, donde resonó -cual estruendo de armoniosa implosión lejana- tu invitación cordial que convidaba a acompañar con mi cordófono, por uno o dos tiempos -quizás solo durante el allegro-...sin embargo eso estaba por dilucidarse.
De esa forma la partitura inició su inesperado camino hacia el nacimiento del sol cuando ya estaba avanzada la penumbra, cerrando el quinto sexto de esta escena emulada. El ornamento ajustó sus vestiduras de gala previo a su emocionante andar hacia el luminoso evento melódico; atravesó la conocida vía, rumbo Occidente, vía accidentada debido al constante flujo de almas que levitan sobre hierro y caucho, la dicha no podía ser menos pese a que el tiempo apremiaba y menguaban los segundos.
La Sonata abría con un inequívoco "mi" en la segunda octava del clavicordio -tal como lo había mentalizado durante el breve trayecto nocturno apenas avanzado-. Divagaba entre temores y cálidas expresiones faciales, mientras la música continuaba en el trasfondo, la coda del Allegro movióle a ponderar que la suplantación de bemoles por sostenidos reiteraba la belleza en la disonancia que había traído esta vasija con su contumacia; la falta de aparente melodía al principio confundió la encubierta pero firme intención de despojar y coronarse sin escrúpulos -plan cavilado desde aquel día en que atestigüe con entereza la evidencia de la inmortalización de la convaleciente melodía en un daguerrotipo de fortuna-. Ahora la disonancia se amalgamaba sin resistencia en un magnífico contrapunto.
El protocolo seguido para la espera instantánea en la boca del sendero que ha besado sus pasos por años, es breve y precioso. Cómo crisálidas transmutadas volando torpemente, tratándo de alcanzár la boca del esófago. La espera rinde su celestial fruto: la manifestación emergente e imponente de la feliz melodía personificada, melodía que se ha desvanecido lentamente, al mismo ritmo que el andar de ella, el sonido se transforma, en un instante de corchea, de resonido a colores: azul, morado, negro, magenta y granate, todos deslubrambrando luz y emanando aroma de impaciencia.
El minuet de la Sonata siguió con una nota cafeinada que endulzaba con vigilia y amabilidad las ondas que resonaban en el tímpano; la nicotina estabilizaba los tonos armoniosos de su personalidad, imágenes inmortalizadas daban fe de todo el espectáculo; la sombra inmensa de la noche cobijaba con ternura a la melodía y al bajo continuo, quienes -entre sorbos de moca- aún decidían el destino del satélite que los vigilaba tras un algodón de gris hielo suspendido. La huida fue suave, como cualquier otra, el tranquilo andar de ambos sugería el inicio del ultimo allegro. el típico descenso a través del oblongo artefacto que sume las notas a la caverna, donde descansan las arcas que levitan sobre hierro y caucho, era siempre un hermoso recuerdo del contacto sencillo y revelador de libres intenciones que esperaron casi una década con un lustro para manifestarse.
Metro a metro, segundo a segundo, el allegro final se desvanecía en intenciones que se adivinaban, las notas de límite se extendían y abrían sus emociones al inminente desenlace telúrico. Una pausa pasional, ante la rotonda contigua a la sempiterna aguja que alumbra el camino vicario, sirvió de preámbulo a la mutua alborada que estaba por venir. La ruta era conocida y el adorable final de la sonata con la coda postrera produjo una catarsis en ambos. Ya no había lugar que contuviera el tiempo que los limitaba, ya no había suficiente espacio en el arca metálica, las decisiones se tomaron en un instante y el mecanismo que dividía a Venus de la Tierra descendió lentamente tal cual pórtico del inframundo.
Las horas se agruparon en ínfimos bloques apilados en orden piramidal, dispuestos de tal forma que se desmoronaran uno a uno con cada cálida sílaba, con cada ósculo implacable, con cada toque febril, con cada influencia de eros; lo cual en efecto sucedió, Posterior a la caída del último bloque, ya con la aurora silente, luego del atestiguamiento de la lasciva escena...Todo quedó como la calma de la escritura gravada en la blanca lápida que se erguía en Los Serafínes, en memoria del que cayó, al menos por el momento, en el intento de ganar el motor bombeante de líquido vital al cerebro de la bella taza de té de canela que expele volutas de esperanza y memoria en el ambiente que sigue frío y expectante, canela que sabe a Ambrosía.

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