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Agazapado y ensimismado en el centro del vórtice, yace -sin espíritu ni madera, sin respiración ni palpitación- la medida justa y benévola de aquella sustancia que conjeturó poder ostentar el desmerecido epígrafe magnífico de "aspirante a la exclusividad absoluta" de aquel sublime y diminuto bombeador de savia granate incrustado con natural pericia en su mediastino. Pero justo cuando germinaba la poinsetia todo comenzó a encajar en perfecto estado, justo en sentido inverso de los engranajes internos del dispositivo que aniquila quimeras que con sus reptiles colas de dragón crean el presente.
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El servil hojalatero regresaba de su largo viaje de peregrinaje en búsqueda de estaño, lo había encontrado en cantidades exiguas, apenas contaba con 7.10 gramos en su alforja de cuero de áspid, ni siquiera era suficiente para forjar una sortija que encajara en el dedo de un leptodactílido, sin embargo lo guardaba con recelo y seguridad absurda, como quien esconde papel moneda 50 centímetros bajo el nivel del suelo del jardín trasero y lo recuerda de vez en vez sin tomar en cuenta las inclemencias del tiempo tan incierto, seguridad fatua y deseos supraterrenales erróneamente canalizados.
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La medida justa y benévola careció del pigmento índigo exacto, pigmento que debió, a su vez, reaccionar con el bombeador de savia, creando un nuevo humor cuyo torrente debió impregnarse en sus dendritas y axones; pese a que se había logrado obtener un tonalidad casi idéntica, existía poca saturación y baja luminosidad y ella lo notó pero no lo rechazó, al menos no en un acto ininterrumpido, sino en un tortuoso cuentagotas de capsaicina aplicado al globo ocular desnudo, la pupila atestiguando su exterminio con resignado pánico silencioso ante la indudable sensación que producen nueve millones de Scovilles. Sin embargo todo marchaba como serena espuma capuccina.
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Igual, su arribo era tan incierto como esperado, semejante a los encuentros con la parca morta. Desde el seguro escondrijo especulaba cómo giraría el planeta sin el núcleo ardiente, con el centro vacío, con la atmósfera sin ozono y el cielo sin cielo. El hojalatero se apresuraba a desvelar lo que ya era del conocimiento público, agitaba masas que solicitaban materia prima nueva. Sin embargo él solo trabajaba con aluminio reciclado y no podía proveer más de lo que ya no poseía. Con todo, el velo se rasgaba con violentas heridas de distancia.
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Cuando la primera gota de capsaicina estaba por besar el iris, un arrebato con aroma a petróleo y sándalo grabó el dulce lunar carmesí directamente en el pectoral de bronce. No estaba escrito ni en las estrellas ni en pulpa de celulosa pero todo iba a encajar como siempre había encajado desde hacía ochenta y cinco cantos de aurora. Esta vez inició, como en otras ocasiones, en la canela metálica, donde expectantes y rijosas miradas epidérmicas, de soslayo y con solemne miedo veían, de poco en poco, marchar con efervescencia sus sueños hacia la memoria que les dio vida.
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