¡Y guárdate de los buenos y justos! Con gusto crucifican a quienes se inventan una virtud para sí mismos, -odian al solitario.
-Nietzsche-
En el instante que sucedía al tropiezo -entre la perdida de equilibrio y el seco estrépito provocado por el fuerte impacto contra el inmóvil e inmenso cadáver de hormigón- le quedó suficiente tiempo para pensar cómo debía colocar sus palmas, si debían estar extendidas, o formando un puño, o quizás olvidar el instintivo reflejo de salvaguardar su integridad y permitir, sin deseos de redentora vanidad, que su rostro se perfilara, resaltando el suave revestimiento de piel de su pómulo derecho, y cayera libre, sin obstáculo, ni gemido. En todo caso, no había forma de elegir la opción uno, ya que sus muñecas se encontraban inmovilizadas, sujetas una a la otra con un terso retazo; habían sido enlazadas con pseudocristiana violencia, hacía algún tiempo, quizás dieciocho meses, quizás setenta y seis o quizás solo tres; los purpúreos coágulos de sangre se asomaban en su oscura piel, alrededor del paño de seda que recorría, con seis vueltas, la coyuntura entre los brazos y manos de este sujeto de prueba; el perfecto nudo que adornaba el enlazado de sus extremidades era uno diagonal, su apariencia era una insoslayable visión de esa equis que, al girarla noventa grados a la izquierda, se convertía en ese infame emblema de benevolencia -que aquellas desabridas ejecutoras tanto veneraban desde sus insensatas e incomprensibles entrañas, que ni el peor de los arúspices pudo haber interpretado- equis girada de regocijo estéril, cuya representación canta celestiales melodías para ellas, pero para él... para él es silencio infinito y vacuo, pues su sordera tonal, hacia estas fantasías de ultramundo, hace algún tiempo dejó de ser una incapacidad; ahora se ha convertido en el pendón de su mortal estado, en el tranquilo sueño de una noche sin sueños ni rocío escarlata; en la segura muerte sin resurrección ni reencarnación; en el palpable “hoy” sin el incierto “mañana”; en el polvo que cubre el espejo que, borroso y empañado, refleja la inmanencia de su feo rostro así como su bella permanencia.
Después de haber considerado todo lo anterior -en un par de decisegundos- se escuchó un azote impetuoso; con su repugnante rostro acarició el frío y rígido suelo, como si se le hubiese ordenado odiarlo, como si se le hubiese ordenado pulverizarlo, como si se le hubiese ordenado volver a cada punto de inflexión de su miserable vida, a beber los mismos sorbos de cianuro, que con gusto saboreó -y volvería a saborear cuantas veces le ofrecieran la copa o incluso una crátera repleta, lo haría con alegre disposición, trémulo de emoción, una y otra vez-.
Ni siquiera tuvo tiempo de sentir dolor alguno, el impacto le produjo ira; No había necesidad de analizar su causa, no había tiempo de considerar sus inmediatas consecuencias y mucho menos sus posteriores repercusiones; ¿acaso alguien lo hacía?, ¿acaso existía algún consejo serio enunciado por alguien que representara a esta estirpe de títeres con autodeterminación?, el sujeto de prueba no se encontraba en condiciones de escuchar una apología de la asamblea de borregos así que optó por ensordecer aun más su soberbia.
Oyó a lo lejos un balido, pero fue solo en su mente -pensó-, las ovejas aún pastaban en los montes del altísimo absurdo, no molestarán sino hasta el domingo. Apretó sus dientes, y deseó desear algo… al final no deseó nada. Bufó en el suelo, el aire cálido que salió de sus fosas nasales levantó partículas de polvo que se suspendieron un instante en el aire para luego adherirse a su rostro; él cerró sus ojos inmediatamente, sin embargo, sus labios –aún húmedos- se impregnaron de blanca suciedad, él los contrajo en inútil intento de impedir que sus papilas saborearan el conocido sabor de la deshonrosa derrota; el polvo fue más rápido y miles de moléculas se mezclaban dentro de su boca, haciéndolo recordar su origen y fin.
Pensaba en el fin de esta bochornosa escena, sin intenciones de levantarse o desatarse, se mantuvo en la posición en la cual había quedado al caer. Todo era, en cualquier caso, un inmenso círculo vicioso, como uno formado por un negro carrusel de buitres planeando sobre su cadáver expuesto en el suelo, casi los podía oír, imaginaba sus sombras haciendo remolinos alrededor de este embalaje de carne pensante, aun viva. Meditaba por un momento que ya no habían más deseos de continuar con el pernicioso plan de multiplicar por dos su unidad, ya que, se había dado cuenta que el objetivo era tan alcanzable como inalcanzable, era tan claro como incierto, era tan necesario como innecesario, su vida misma era una antinomia y ya no tenía ningún interés en seguir calentando su crisol para que luego se forjaran aceros que atravesaran su espalda.
La brisa de invierno acarició su espalda. Recordaba una ocasión en que el viento abanicaba arena en el aire, mientras él entregaba una de sus historias prestadas a alguien, él pensaba que era un regalo, el destinatario pensaba que era desechable, no sabía que debía conservarlo, ¿quién debería saberlo? de tal modo que lo descartó. Este ultimo recuerdo lo devolvió inmediatamente a ponderar su actual estado, le parecía que la vida había decidido descartar su existencia, lo cual le agradaba, ya que no deseaba seguir respirando este falso aire que no sustentaba sus pulmones. El ethos de los transmundanos que lo circundaban lo airaba más. Se dio la vuelta, de cara al sol, cuyo calor y resplandor le lastimaban los ojos y quemaban su cara pero, a la vez, le aliviaba la certidumbre y le refrescaba la memoria de que, el cielo que lo contiene y todo lo que sus sentidos escrutan, aniquilaron una vez el etéreo bastón que jamás asirá de nuevo; Entonces escupió al cielo, apartó su cara para no recibirlo de regreso, desató sus manos y regresó andando, tranquilo y sin mover los brazos, casi levitando por donde no había venido.
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